Cuando no está

En la puerta de la casa una mujer me esperaba. Seria, rígida, inmóvil, yo reía de los nervios. Caminaba y cada vez estaba más cansada pero deseosa de mirarle la cara a la persona que me esperaba adentro. Mi acompañante había desistido ya en la segunda montaña; yo ya estaba en la sétima -la última- y mis deseos se incrementaban mientras más mojadas estaban mis zapatillas con todo ese barro, que rodeaba desde hacía una hora, mi cuerpo entero.

Mientras más me acercaba, más excitante era el terror que sentía ante la "acogida" de la vieja, faltaban sólo ocho metros y estaría en la puerta. ¿Cómo la iba a saludar? ¿Para qué había venido? ¿Cómo la iba si quiera a mirar a los ojos?... De pronto, tropecé y toda mi cara se llenó de barro. La vieja, cual festín premeditado, emitió una carcajada de lo más abrupta; la miré mientras limpiaba mis ojos y me dio un ataque de risa, no paraba de reírme de la estupidez que acababa de ocurrirme. Inmediatamente ella entro en la misma seriedad con la que seguramente me venía esperando desde antes que pensara si quiera en ir.

Me levanté, llegué a donde ella estaba, y con la cara mal aseada la saludé: "Hola mamá, ¿me esparabas?, te extrañé mucho en este último viaje". Me miró fijamente a los ojos y me dio el beso que tanto había esperado desde hacía dos años, "Te he extrañado como nunca lo había hecho antes. Ahora que ya estás aquí, ¿me imagino que quieres verlo verdad?", me dijo. Temerosa, abrí la puerta, él estaba sentado bajo la luz de una lámpara de cera, volteó la cabeza lentamente, me miró a los ojos tal como lo hizo mi madre y corrió hacia mi.   "¡Hola mamá!!!!, ya estás aquí. Te estuve esperando todo el invierno; te he extrañado mucho, mira te voy a enseñar todo lo que sé hacer, he aprendido muchísimo, ¿quieres ver?", me dijo. Yo estaba pasmada, ahora era casi de mi tamaño y su timbre de voz era casi igual al mio; "Claro mi amor, me encantaría que me enseñaras todo eso".

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